(cOsAsDiveRTIdAs:202354) La indolencia es siempre onerosa

 

 

La indolencia es siempre onerosa
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por Alberto Medina Méndez
 
Hemos escuchado hasta el cansancio esa frase que muchos ciudadanos repiten y que insiste en aquello de "no me interesa la política". Se podría decir que todos tenemos derecho a tener preferencias, asuntos que nos interesen y otros que realmente no nos generen reacción alguna.

Y esto es absolutamente correcto desde la visión del ejercicio pleno de sus derechos. Pero a veces, cuando de libertades se trata, algunos omiten, tal vez deliberadamente, que la contracara de una elección autónoma es la responsabilidad.

Dicho de otro modo, todos tenemos derecho a hacer lo que nos venga en gana, pero las decisiones libres tienen inexorablemente una consecuencia. Es inevitable. Lo deseemos o no, nuestras elecciones tienen impacto, en nosotros, y otras veces en nuestro entorno más o menos cercano inclusive.

Suponer que se puede decidir con neutralidad en el efecto de las decisiones, es ocultar su relevancia, minimizar su importancia. Pretender desconocer esta dinámica es un mecanismo de defensa, que intenta quitarnos incumbencias en lo decidido.

Y en la política, aquella frase mencionada recurrentemente, de "no me interesa" o "no me importa" tiene irremediablemente secuelas. Es probable que mucho de lo que nos pasa tenga que ver con esto.

Solo así se puede explicar tanta docilidad ciudadana para aceptar casi con complicidad, la corrupción estructural y la mentira como discurso cotidiano, la acumulación de poder como único objetivo y la demagogia clientelista como forma exclusiva de construcción electoral.

Por eso cuando se intenta esclarecer buena parte de lo que nos sucede como sociedad y se prescinde de este ingrediente central, se comete un error grosero.

Las atrocidades de la humanidad, se explican no solo por medio de la perversidad de algunos personajes, la maldad crónica de otros, y sus inmorales mecanismos de funcionamiento.

Ninguna de esas abominables historias se hubieran podido pensar siquiera, instrumentar mucho menos, sin la vital connivencia explicita o el indispensable silencio colaborativo de una inmensa mayoría de ciudadanos apáticos y votantes con pereza endémica.

Estamos como estamos porque hacemos lo que hacemos. O también porque en este caso muchos deciden mirar al costado, hacerse los distraídos, y convertirse en abúlicos militantes.

La política lo sabe, abusa de esta característica evidente, es consciente que la indolencia de muchos termina siendo más que funcional a sus intereses. Saben, a ciencia cierta, que sus andanzas son posibles, solo en un escenario de ciudadanos despreocupados.

Cierta creencia folclórica en estas latitudes dice "a los gobiernos no les conviene educar al pueblo, porque de ese modo pueden someterlo". Habrá que decir que es una verdad a medias. Es posible que algunos políticos así lo piensen y hasta ejecuten acciones en esta línea. Pero con absoluta honestidad intelectual, habrá que decir que no es ese el fenómeno que explica lo que vivimos. Muy por el contrario, lo que nos sucede no es responsabilidad de los que no tienen acceso a la educación, ni disponen de la posibilidad de razonar con más profundidad, o inclusive de los que no tienen tiempo para dedicarse a cuestiones más relevantes.

Son justamente los que han tenido la oportunidad de educarse, los que tienen un mejor pasar, los que disponen de tiempo y no luchan por su supervivencia cotidiana, los que han bajado los brazos, los que han claudicado y los que dicen aquello de que "la política no me interesa".

Y vale la pena insistir. Puede no interesar la política. Lo que es inevitable es padecer las consecuencias de esa decisión. Cuando los ciudadanos no nos interesamos por ella, terminamos pagando cara esa opción, porque los que ejercen el poder se ocupan de que tengamos nuestro merecido. Ellos, con la imprescindible cooperación de la desidia cívica, avanzan, dan pasos firmes, aplastan derechos, se apropian del esfuerzo ajeno y deciden por todos.

La pereza no termina siendo gratuita. Las pocas ganas de participar, de ser protagonista del presente, tiene precio... y es alto, demasiado elevado.

Podemos seguir apostando a este modelo que lleva décadas, donde frente a cada atrocidad solo le oponemos el silencio, una actitud displicente, una mirada pasiva, que se queja, pero que deja hacer, que se indigna pero que prefiere día a día la comodidad de la inacción ciudadana.

Lo otro es asumir con autocrítica que lo que nos pasa, lo que no nos convence y nos disgusta, acontece en buena medida, no tanto por la perversidad ajena sino gracias a nuestra permanente de desgano cívico.

La verdad es que podríamos seguir en esta posición de reafirmar, hasta con cierto orgullo, que "la política no nos interesa". Lo que no podremos evitar, en ningún momento, es que las consecuencias de esa decisión impacten de modo brutal y despiadado. Así será y seguirá siendo de ese modo, al menos que en algún instante comprendamos que la indolencia es siempre onerosa.




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