(cOsAsDiveRTIdAs:216739) Uso del celular




Tres días sin celular

En 1992, IBM creó el primer teléfono inteligente. Ese fue el punto de partida de la conectividad absoluta: correos, mensajes instantáneos, mapas, GPS, música, fotos, internet en todo minuto. El impacto en la cotidianidad ha sido tal, que para muchos sería imposible sobrevivir sin un smartphone en el día a día. ¿Usted podría? Juan Manuel Astorga, un conocido periodista y tuitero, lo intentó. Pero solo por 72 horas. Este es su relato.

por Juan Manuel Astorga / Fotografía: Juan Pablo Sierra
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HAY DOS cosas que detesto: el queso de cabra y hablar por teléfono. Que alguien me llame al celular para venderme queso, sin duda, me puede echar a perder el día. Los que me conocen lo saben bien. Aún así, muchos de ellos no lo entienden. No lo del queso, claro. A alguien que goza viviendo híperconectado no puede disgustarle hablar por teléfono. A mí sí.
Esta fobia de contestar o hacer llamadas me ha traído problemas. El que no lo sabe cree que le estoy haciendo un desprecio o que simplemente soy un maleducado. A los que sí saben, pero no lo comprenden, imaginan que en el fondo no quiero hablar porque me pasó algo, estoy bajoneado o enojado. Nada de eso. La verdad es que no me gusta y punto. Por eso el desafío planteado por Tendencias de La Tercera para vivir la experiencia de apagar el celular por 72 horas me pareció interesante. Hasta me hacía un favor.
Como el reto me sonó demasiado fácil, le agregamos algunas condiciones extra. Durante el mismo período de tiempo había que guardar el iPad y solo podría revisar el correo en el computador una vez al día. No abriría Facebook, y tuiter serviría únicamente como herramienta para comunicarme con terceros en casos de emergencia. Lo más importante de todo: salvo personas puntuales, nadie sabría que estaría desconectado. Y frente a una urgencia real, tenía la posibilidad de hacer solo una llamada desde mi teléfono en este lapso. Aquí va el resultado.


DOMINGO


La última actividad con mi iPhone el sábado antes de la medianoche fue subir a Instagram la foto de Francisco, un amigo que celebraba su cumpleaños. Después de eso lo apagué y guardé en un bolsillo. Al poco rato apareció la costumbre de sacarlo para revisar si tenía mensajes o llamadas perdidas. Un acto reflejo que repetí varias veces, siempre con igual desenlace: un iPhone apagado que, al verlo, me hacía sentir un poco tonto.


No pasaron 3 horas desde la medianoche y llegó el primer contratiempo práctico. Tenía que pedir un radiotaxi para volver a mi casa. Mi problema no solo era conseguirme un celular para llamar, sino que tenía que buscar el teléfono de alguna empresa que trabajara en el sector donde me encontraba. Realidades que cambian con los años: ya nadie tiene guías de teléfono.


Argumentando que estaba sin batería, le pedí el celular a un amigo. Gentileza de la nueva ley de tolerancia cero al alcohol en conductores, dar con un taxi a esa hora resultaba una proeza muy difícil de cumplir. En este caso, fue imposible. Más cuando el pudor de usar un teléfono ajeno por varios minutos me pesó más que la necesidad de transporte.


Aunque la idea era arreglármelas solo, no rompía ninguna regla pidiéndole a alguien que me llevara. Vicente, otro amigo, se hizo cargo del traslado, aunque no fue su único papel en esta experiencia.


El domingo lo había programado durante toda la semana. Había invitado a mis sobrinos de 13, 7 y 4 años a almorzar, jugar bowling y comer helados. No sé si ellos o yo estaban más entusiasmados con el paseo familiar. Quedé de recogerlos al mediodía.



Camino a la casa de mi hermana me surge un temor que en cualquiera otra circunstancia me habría parecido exceso de aprehensión. Llevarme a los niños por varias horas sin posibilidad de comunicación inmediata con su madre me asustó. ¿Y si pasaba algo? ¿Y si necesitaba llamarla para que me aclarara alguna duda práctica? Ser un tío autosuficiente es una cosa, pero presuntuoso otra. Si no eres padre, no puedes creer que te las sabes todas en la crianza o manejo de hijos, más si son ajenos. En fin. Era un riesgo. Uno controlado cuando recordé que José Ignacio, mi sobrino mayor, hace rato tiene celular. Lo que en meses anteriores había cuestionado porque me parecía una independencia exagerada para un niño de 13, ese domingo lo agradecí.


Terminado el panorama y con la prueba superada, volví a mi casa a esperar a dos amigos que colaboran como ayudantes en mis clases en la universidad. Esa noche debíamos corregir pruebas. El viernes anterior fui majadero en recordarles la cita, pero existe esa curiosa costumbre chilena de "reconfirmar" las cosas por celular. Dicho y hecho. Aunque llegaron a la hora acordada, Pablo y Germán me recriminaron el no haber respondido sus llamados y mensajes. Me hice el loco. De nuevo, el maleducado que no contesta el celular.


Los dos siguientes días serían la verdadera prueba de fuego. De vuelta a la rutina laboral, pero completamente incomunicado, coordinar todo se presentaba como el mayor de los desafíos. Y fue aquí donde apareció la crisis.


LUNES


Suena el despertador a las 05.50. Empieza la rutina de levantarse para ir a la radio. Del acto reflejo de saltar de la cama a la ducha sin mayor reflexión y con ausencia casi total de lucidez, no me había dado cuenta de que durante la noche me dañé una muela por bruxismo. Habrá sido el estrés acumulado y quién sabe si la tensión extra de estar desenchufado, la cosa es que con la cara hinchada, no podía hablar correctamente. Tenía que avisar a la radio. La misión se volvió imposible. Sin teléfono fijo en mi departamento (dejé de usarlo porque me parecía innecesario, vaya ironía), a esa hora no tenía cómo comunicarme para informar que no iría. Apenas empezaba mi segundo día del reto y no quería desperdiciar mi única llamada de urgencia. No me quedó otra. No sé si Cony Stipicic, amiga y compañera en radio Duna, se sorprendió más por mi curiosa forma de hablar o por el hecho de haberla llamado desde mi celular. Ella era una de las pocas personas que sabía de esta prueba.


Apagué el teléfono apenas terminé la llamada. Y desde ese momento empezó la odisea de coordinar dentista vía tuiter, algo que solo fue posible a través de mi hermana. Clases en la universidad, un almuerzo y dos reuniones que feliz habría cancelado, no tuve cómo. Afronté los compromisos con dolor y la cara inflamada. Nunca antes habría sido más feliz hablando por teléfono que ese día. La vida tiene sus sarcasmos y este me tenía que tocar a mí.


Reviso mi correo por primera vez durante esta travesía unplugged y al margen de varias personas preguntándome si tenía malo mi celular, aparecen varios mensajes de mi equipo en el canal 24 Horas. Salvo mi jefe directo, el resto no sabía del experimento. Había que hacer pauta y yo mismo había implementado el sistema de "reunión" por whatsapp. Hasta ahí nomás llegaba la moderna iniciativa. Respondí los mails con ideas para el programa de la noche, argumenté una falla en mi equipo y me hice el loco. Horas más tarde y ya en el canal, varios consultaron por esta ausencia virtual.


Tras un largo día offline, volví a mi casa pensando en que el desafío me seguía pareciendo interesante, pero cada vez más incómodo.


MARTES


De vuelta en la radio luego de mi ausencia, instalo mi computador antes del programa y me cercioro de dejar cerrado el administrador de correos. Tuiter en cambio, lo mantengo abierto. Podía usarlo en casos de emergencia y no estaba prohibido leer el timeline. Esto último calificó como una de las mayores torturas durante estas 72 horas que están terminando. Imposibilitado de comentar los tuiteos de otros, de hacer replies o simplemente de responderles a amigos y desconocidos que me preguntaban por qué estaba desaparecido del mundo virtual, opté por cerrar la aplicación. "Me queda lo menos", fue mi pensamiento de consuelo, sin saber que estas serían mis peores horas.
De la radio partí a la universidad y de allí a una reunión. Tarde me di cuenta de que había dejado el cargador de mi computador en la sala de clases. Era imperioso recuperarlo porque sin batería perdía mi única forma de comunicarme con el resto.
Dar con el teléfono de la persona indicada en la universidad para que me rescatara el cargador fue una proeza. No tenía su número en la agenda de mi computador y mucho menos anotado en otro lado. Me acordé de lo útiles que eran esas viejas libretas de teléfonos, las mismas que miré con burla cuando se masificaron los celulares. Habría dado sangre a cambio de una en ese momento.
Después de un largo rato navegando por la web de la universidad, di con el número de una coordinadora académica. Me conseguí un teléfono y le pedí que me guardara el cargador. La siguiente tarea era encontrar a alguien que lo recogiera y, como ese era un día sobrecargado, me lo acercara.
Vía tuiter le pedí a Vicente, el mismo amigo que me había llevado a mi casa la madrugada del domingo y estudiante en esa universidad, que me rescatara el cargador. Así lo hizo. Seguramente no fui claro con él cuando le pedí la ayuda, porque guardó el cargador para entregármelo después. Eran las 12 del día y ya me quedaba menos del 40% de batería en el computador. Por razones que no viene al caso explicar, preferí no traspasarle mi desesperación. Más si había que hacerlo por tuiter, de forma tan pública. A ninguno de sus seguidores y los míos les interesaría leer sobre eso. Como no podía decirle por qué no podía llamarlo al celular, con justa razón no comprendió que se trataba de una urgencia. Fue mi culpa y mi condena.
Frente a la escasez de batería, opté por usar el computador en lapsos muy breves. La última vez que lo vi con vida este martes fue a las 5 de la tarde. Alcancé a revisar algunos correos y antes de responder los del canal (ahora la pauta la haríamos por mail, otra ironía), el computador se apagó. Desde ese momento y hasta ahora, viviría la desconexión total.
Gentilmente, Vicente fue a dejarme el cargador a mi casa cuando él ya había terminado de hacer sus cosas. El problema es que yo ya había salido rumbo al canal. Era de noche y mientras manejaba, molesto conmigo por lo poco previsor frente al desafío, pensé en lo práctico que sería tener un papel con los teléfonos de uso frecuente en mi billetera. Decidí reactivar la línea telefónica fija de mi departamento. Y estoy pensando en contar con un segundo cargador para mantenerlo fijo en mi casa. Imaginé cuántas cosas -banales y de las otras- había querido comentar por tuiter. También cuántas fotos no tomé y subí a Instagram, una irrelevancia que ahora me parecía un tesoro como pasatiempo.
Pasan 15 minutos de la medianoche. Me preparo para encender otra vez mi celular. Vendrá una avalancha de mensajes y notificaciones. Antes de hacerlo pienso en que quizás no me desagrada tanto hablar por teléfono. Sigue sin gustarme el queso de cabra.



Sus efectos en nuestras vidas

1.- ALTERACIONES DE MEMORIA: El uso constante de smartphones afecta nuestra capacidad de recordar. Así lo revelaron expertos de las universidades de Harvard, Columbia y Wisconsin-Madison, quienes sometieron a universitarios a varios tests de memoria, revelando que cuando tenemos acceso continuo a internet, como el que brindan los celulares, recordamos mucho mejor el blog o sitio donde hallamos un dato que los detalles de esta. Además, la U. de Stanford determinó que quienes usan simultáneamente email, Facebook y otras apps son más propensos a olvidar información. ¿La razón? La corteza posterior lateral prefrontal procesa nuevos estímulos, pero al recibir demasiados procesa los más inmediatos y olvida el resto.
2.- SE ACABAN LOS TIEMPOS MUERTOS: Los ratos de ocio mientras hacemos fila o esperamos en el taco están quedando en el pasado. Por ejemplo, un sondeo de Forbes indica que 63% de los trabajadores revisa su email corporativo en el celular en sus horas libres. Incluso, 38% de los televidentes se entretiene usando sus celulares para revisar redes sociales mientras esperan el reinicio del programa. Una pésima estrategia, pues según estudios de la U. de Oregon, el cerebro necesita esas pausas para procesar información y establecer conexiones entre ideas.
3.- EL CARA A CARA SE DEBILITA: Gracias a los celulares, la conversación presencial se ha visto mermada. Dana Suskind, experta en lenguaje de la U. de Chicago, analizó seis hogares donde los padres revisaban constantemente sus smartphones y reveló una dinámica clara: las palabras que intercambiaban con sus hijos se duplicaban o hasta triplicaban cuando los aparatos se apagaban. Un fenómeno similar se reveló en una encuesta en Inglaterra, que señala que 90% de los usuarios emplea redes sociales en sus celulares para comunicarse diariamente con amigos y familiares y sólo 63% lo hace cara a cara.
4.- NOS PERDEMOS FACILMENTE: El circuito cerebral que guía nuestro sentido de orientación deja de funcionar a plenitud. Estudios de la U. McGill (Canadá) indican que el uso de aparatos con mapas GPS modifica cómo nos movemos en el mundo. Al analizar a personas que usaban en demasía estos aparatos se vio una disminución en su habilidad para orientarse, lo que a la larga podría generar una atrofia en el hipocampo, zona del cerebro que controla la memoria espacial. Además, tests de la U. de Tel Aviv indican que los usuarios también se muestran más ajenos a lo que los rodea: al preguntarles qué recordaban de los espacios públicos que habían visitado 10 minutos antes, la mayoría no recordaba prácticamente nada.
5.- CAMBIO DE RELACIONES: Corea del Sur, un país con altísmo uso de celulares, es perfecto para mostrar cómo los smartphones impactan en nuestras interacciones. La consultora Duo entrevistó a 249 solteros entre 20 y 39 años y estableció ventajas y desventajas: entre las primeras destacaba el ahorro en la cuenta telefónica al usar servicios gratuitos de mensajería (41,5%) y entre las segundas resalta un 32,8% de personas que dijo que sus parejas se habían obsesionado con su teléfono. Incluso, la U. de Maryland estableció que quienes usan celulares son menos propensos a ayudar al prójimo. Según los autores, los smartphones engañan al cerebro para que experimente un sentido de pertenencia que no es tal. Así el estímulo social de la persona se satisface y reduce su preocupación por los demás.






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